Una noche mientras ella dormía y se embelesaba entre sueños y
pesadillas, mientras que el frio del
viento cubría la playa solitaria, la barca tomó su rumbo. Era de color amarillo, radiante como el sol de
verano. Las olas se elevaban en lo más profundo del océano, la distancia se
hacía más inmensa. El mar también la vio partir, la noche la encerró entre
oscuridad y luz de firmamento. Era la barca, se había ido en busca de futuro,
de sueños, de metas. Sus velas se alzaron y fueron dejando un silencio
sepulcral, un silencio que dolía al otro lado del mar.
Las horas transcurrían, era
el sonido estridente de la barca viajera. La cama sonaba cada vez más fuerte y
los labios de Mery se mojaban de ansiedad e incertidumbre. Mery continuaba revolcándose
entre sábanas, por sus mejillas
rodaban lágrimas, sudor y un poco de lluvia. Apartó de su ceñida cintura la
cobija, pues el sudor la inundó. Se sentía cansada de correr, deseaba alcanzar aquella barca que sólo pudo
ver como un soplo. Cuando se encontraba en medio de la nada, con sus manos
levantadas al cielo cayó sobre la arena blanca cubierta por innumerables
huellas de abandono.
Miró hacia atrás y observó
su pequeña cabaña desierta, ya no tenía importancia, estaba deshabitada. Su gran amor, el hombre que alguna vez la hizo
sentir realizada, sentir mujer y sobre todo encontrar la felicidad se había ido
en aquella barca, ya no estaba, sus brazos no la enlazarían más junto a su
pecho. Mery lloró aún con más fuerza. La luna se desnudaba de amargura acompañado
la tristeza de una mujer que se moría de amor.
Al pasar las horas, entró la luz por la
ventana de la habitación, sonando aquel reloj viejo. Mery abrió sus ojos y vio su cuerpo desnudo
junto al de Tomás, sonrió sin
parar.
Era solo un sueño.